domingo, 11 de diciembre de 2016

Lo que hace volver

Cada tanto la vida se manda una de estas, que te (me en realidad) obligan a volver acá. 
Hace un par de semanas, empecé a notar que el techo de mi baño estaba un poco manchado. Manchas grises, nada que temer dados los años que hace que no lo pintamos, pero manchas que antes no había visto. O al menos no recordaba. Ahí entró la incógnita: ¿será que el techo es tan alto que no lo miro nunca? ¿O será que esas manchas son nuevas? Idas y vueltas con el consorcio y los caños del vecino, el encargado y demás pormenores al margen, el techo efectivamente empezó a caerse. Descascararse y gotear, para ser exactos. Al margen del peligro que puede representar la inminente caída de pedazos de cielo raso, algo agrava la cuestión, y es que el agua que se filtra dentro de las paredes nos dejó sin luz hace dos días. Léase: sin Netflix, sin wifi, sin ventilador, sin baterías que cargar ni música que escuchar.


Así es que de pronto me encuentro a lo viajera, sentada en un bar escribiendo. Un cortado doble, la computadora sobre la mesa, los desconocidos entrando y saliendo y la ventana por la que veo pasar transeúntes mientras escribo, me hacen sentir de viaje, en otro lugar. Y empieza a gustarme esto de jugar a ser extranjera, cambiar la mirada, afilar el lápiz y dominguear como quien no quiere la cosa, otra vez haciendo camino. 

martes, 4 de agosto de 2015

El idioma del té

Retomar la escritura más de un mes después...  Qué relativo es el tiempo. Un mes son sólo 30 días, 31 a lo sumo. Son 4 semanas, 20 días laborales, ocho libres de fin de semana. Pero en esta  vida trotamundos, un mes puede parecer casi una vida. Un mes de recorrido, cambios de país, aviones, bienvenidas y despedidas. Así que voy a remontarme un poquito en el tiempo, a unas semanas atrás cuando, habiendo dejado Indonesia (justo a tiempo para no quedar atrapados por el volcán) aterrizamos en Turquía.

Llegamos a Estambul después de mil horas de viaje. Dos escalas en el medio (una de ellas en El Cairo y de 9 horas), tiempo devorado por el aire y las diferencias horarias...
Llegamos en la hora pico de la tarde, así que tardamos más de una hora en ir del aeropuerto al hotel. Recordando el tráfico de Sao Paulo e intentando charlarle al taxista, empezamos a descubrir esta ciudad caótica, lindísima, repleta de mezquitas, europea pero con su porción de Asia en evidencia.


Istanbul es la tierra del té, o sea mi paraíso. Nos la pasamos probando tés, saboreando Turquía a cada paso. En las calles de Istanbul está repleto de mesitas enanas donde cualquiera puede sentarse a tomar chai, o sea té. Y no me refiero a los barcitos con mesas afuera, sino literalmente a mesitas en la vereda. Miles de mesitas con su copón de terrones de azúcar en el centro. Y en una de esas conocimos a Resh (así sonaba, pero creemos que su nombre es Greg). Era domingo a la noche y habíamos comido unos choclos en los carritos de Sultanahmed. La noche estaba divina, algo fresquita, así que decidimos tomar un té antes de volver al hotel. En la esquina del Gran Baazar hay toda una parte de la vereda copada con mesitas y bancos. Ahí nos sentamos, y ahí nos encontramos con Greg, turco, de 84 años. Él no hablaba inglés y nosotros no hablamos turco, claro está. Pero entre señas y dibujos en el aire, de a poquito, entre sorbos de té empezamos a entendernos. Fueron fluctuando la concentración y la risa, las interpretaciones, y el placer de dialogar con el cuerpo. Con las manos, con los ojos, con las bocas y las expresiones más efusivas. Greg nos contó de su mujer y de sus hijos, nos preguntó por los nuestros, nos contó de su infancia y de sus costumbres. O al menos eso entendimos entre chai y chai, intentando compartir la vida desde el lenguaje sin lengua, abriendo ojos y corazón para entendernos.

Los días en Istanbul fueron literalmente exquisitos. Los manjares turcos son superiores. Y la ciudad en sí misma es maravillosa. Con la prolijidad y el funcionamiento de Europa pero envuelta en un manto asiático que hace la combinación perfecta. Para nosotros esa fue la transición. De Asia, dos meses en Indonesia viviendo la naturaleza, a Europa. Cambio chocante, pero necesario, según marca nuestro camino. Y para eso la mezcla de Turquía resultó ideal.

Visitamos Capadocia y también Éfeso. Volamos en globo desde Goreme (aprendimos que Capadocia es la región y no un lugar en concreto) y vimos desde el aire la salida del sol.
Volar en globo fue alucinante. Entrar en esa canasta gigante, oír la llama y sentir el calor del fuego llenando el globo de aire caliente… Y sentir que los pies se despegan de la tierra, que ya no hay suelo debajo, no hay nada. Subir y subir, un metro por segundo. Hasta ver la Capadocia desde arriba. Cada roca, cada cueva, las rutas, los recovecos. Y los otros globos también alzándose en el aire. Todo acompañado de un silencio infinito. El silencio de la inmensidad, de cada unx de nostrxs disfrutando ese instante, maravillados, sorprendidos, entregados a la altura, a volar sin encierro. Y respirar a 600 metros del suelo. Más y más globos levantándose, el cielo clareando, el sonido del fuego. Vimos amanecer desde el aire, mientras Hazim, el piloto, nos hacía chistes y nos mostraba los distintos valles de Capadocia.  Amamos volar en globo. Tanto que al día siguiente nos levantamos a las 4 de la mañana para ir a verlos despegar.
Goreme es una belleza. Toda piedra, toda naturaleza. Los hoteles están construidos dentro de la piedra misma, todo cuevas. Alquilamos una moto y salimos a recorrer los alrededores. El museo al aire libre, caminata por el Red y el Rose Valley, humus, falafel y disfrutar.
A Éfeso viajamos en bus (igual que llegamos de Istanbul a Goreme e igual que volvimos de Éfeso a Istanbul) toda la noche. Pasamos el día entero recorriéndola y esa misma noche salimos para Estambul.


En Éfeso está la casa de la Virgen María. Movidos más por la intriga y el interés histórico que otra cosa, fue lo primer que visitamos al llegar. Y resultó una experiencia profundamente movilizante. Será por la espiritualidad que se respira, será por la presencia de la Virgen, será por la fe de tantas personas que pasan por allí, o será por todo eso junto… pero realmente despertó nuestros corazones y nuestra emoción.

Caminar por Éfeso, aunque fuera al rayo del sol y con mil grados, fue maravilloso. Las ruinas, la escritura grabada en las piedras, la historia viva y reviviendo en cada espacio. La narración de las murallas y las columnas caídas, lo que cada rincón cuenta. Alucinante.


miércoles, 8 de julio de 2015

Selamat Jalan

Según nuestra estadística (puramente observacional, hacemos la cuenta sentados frente al mar en la playa de Padang padang) cada 5-10 minutos llega un avión a Bali. A ración de unos 200 pasajeros por avión, según imaginamos. Claro que el flujo no será constante y tendrá sus pausas pero... ¡vaya cantidad de gente anda pisando estas tierras!
Volvimos al sur para disfrutar del sol y las olas durante nuestra última semana indonesia. Mañana jueves ya volamos a Turquía, y queríamos despedirnos dignamente de esa isla que tan bien nos trató durante estos dos meses, con presencia y disfrute. Es increíble cómo cambia el ritmo del mar según la luna, según los momentos del día, y seguramente según tantas otras cuestiones que lo influyen y desconocemos. Amamos notar ese cambio. Dos veces por día la marea sube, y otras dos baja. El horario va fluctuando, cíclicamente, según los tiempos del mes. Los ritmos son todo… como en tantos otros aspectos de la vida, ¿no?


Cuesta dejar Indonesia, hoy cuesta concretamente dejar Bali. Nos despedimos esta mañana de Widuri, la dueña de “Sepun Segara Guest House”, el lugar donde paramos cada vez que estuvimos en Kuta. Con lágrimas en los ojos nos decía que ya somos como familia para ella, que nos va a extrañar. Y nosotros sentimos lo mismo. Su emoción despertó la mía (o la mía la de ella, tal vez), nos abrazamos y nos dijimos hasta luego. Riéndose nos encomendó volver con nuestros hijos, cuando los tengamos. Widuri debe tener treinta y pico. Tiene dos hijos varones. Divinos. Y un marido que vive 7 meses en el mar, trabajando en un crucero, y solo 5 con su familia. Ella es una mujer preciosa, amable, atenta, cariñosa… ¡y cocina muy rico! Una mujer con todas las letras, generosísima y siempre sonriente. Y fuerte, así se la ve. De verdad la vamos a extrañar.

Eso es algo extraño (y a la vez completamente natural) que trae esta vida trotamundos. El cariño de las personas, los vínculos que se forman en apenas días, con apenas algunas charlas compartidas, y que resultan tan entrañables, que calan tan hondo. Conocimos gente de verdad muy especial, muy linda en todo sentido. Compartimos mucho y pasamos ratos buenazos. Y queda el contacto, y quedan las ganas de volver a vernos, y de visitar a quienes nos ofrecieron un sillón en su casa, a quienes nos invitaron a compartir el carnaval, y hasta quienes nos invitaron a participar de su casamiento en Méjico. Son encuentros tan reales, tan desde la esencia misma de todos los que estamos en ese encuentro, tan desde el placer de compartir y estar... que una cena en común puede convertirse en una amistad. Es un regalo habernos cruzado con personas tan especiales durante estos seis meses que llevamos en viaje. De verdad hay algo de la sincronicidad viajera y de la vida misma que nos conectó con las personas correctas en los momentos indicados. Cada despedida cuesta, pero siempre gana la alegría del encuentro compartido, y la ilusión de reencontrarnos en algún otro rincón del planeta.


Nos despedimos de Indonesia repletos de agradecimiento. Felices. Definitivamente más que contentos de haber incluido en nuestro itinerario “improvisado”, en nuestro esquema que se va haciendo al andar, a este país tan maravilloso y especial, que no solamente nos regaló playas increíbles, mares turquesas, la comida más rica que probé hasta ahora, y una vida submarina de película… Sino que, y sobre todo, nos compartió sonrisas auténticas y vidas reales de gente simple y hermosa, nos dio lugar y nos abrazó fuerte fuerte y nos abrió a tanta inspiración. Bali puede resultar por momentos superpoblada de turistas y todo lo que sabemos, pero es preciosa, y su gente es invaluable, única, verdadera e inmensamente generosa.

Gracias Bali, gracias por las playas del sur, por los delfines del norte y por el espíritu del centro. Gracias Lombok por tus Gilis y por tu Kuta simple y desinteresada. Gracias Komodo por tu naturaleza salvaje y tu invitación a observarla, a ser testigos de sus milagros. Gracias Flores, gracias mares, gracias arenas blancas, gracias vida que abunda y se regala, se ofrece ahí donde el corazón está dispuesto y despierto para recibirla.
GRACIAS Indonesia. De corazón te decimos ¡suksumá y trimacasí!
Nos esperan nuevos suelos, y el viaje definitivamente dará un giro en sus ritmos y paisajes, en sonidos y sabores. Agradecemos lo vivido (con un poco de nostalgia) y brindamos por lo que vendrá.
¡Selamat Jalan Indonesia! 


martes, 7 de julio de 2015

La suerte de no quejarse

Partimos de la base de que somos profundamente afortunados, y tenemos conciencia de ello. Si andar viajando por el mundo, disfrutando cada pasito, conociendo gente hermosa, paisajes alucinantes, probando cosas nuevas, sabores distintos, músicas diversas es motivo suficiente para estar en el presente y disfrutar sin queja, resulta que cada vez nos adentramos más en esa ola. La no queja (o la poca queja en realidad) se volvió más que un ejercicio, un hábito consciente en esta vida viajera. Y hemos comprobado que tiene sus beneficios.
No solamente somos más felices sin queja, en lo personal y en lo que contagiamos, sino que además fuimos premiados en varias ocasiones. Cuando llegamos a Gili Trawangan, isla repleta de gente, bajamos del bote y encaramos al homestay que habíamos reservado por internet dos días antes. Caminando entre caballos y bicicletas llegamos a la puerta del que parecía ser nuestro lugar. Entramos, saludamos a una pareja de extranjeros, y salió un viejito de atrás de una casita mínima, diciendo “Luis”. Los dos nos damos vuelta y sonreímos respondiendo al llamado. El señor se disculpa y nos dice que no tiene más lugar, que por cuestiones de internet y la velocidad de la conexión, cuando recibió nuestra reserva (que a nosotros ya nos daba como confirmada) ya tenía sus cuartos ocupados. Nos miramos, resignados y sin molestia, le dimos las gracias al viejito divino que se disculpaba y nos sonreía con toda su cara, y salimos a buscar otro lugar. Finalmente terminamos en “Kebun mas”, un lugar muy lindo, con camastro afuera, un buenísimo espacio verde, aire acondicionado y mejor ubicado, por el mismo precio. La lección siguiente fue en Kuta Lombok, donde ligamos picadita de regalo en un restaurant, después de haber pedido dos platos que no tenían. Obviamente todo esto es posible por la enorme generosidad de la gente que habita estas tierras. Con sus corazones enormes y sus ganas de hacer feliz a quien los visita.



Kuta Lombok queda en el sur de la isla de Lombok. Es un lugar chiquito, muy simple, sin mucho para ver, pero si alquilas una motito y manejas unos 40 minutos, te encontrás con paraísos como “Maui”, “Mawun”, donde los surfers pasan el día entero en el agua. Playas bellísimas, arena blanca y mar turquesa. Y para el otro lado, descubrimos “Ann” algo…, una playa hermosa y desierta. Un warung en el medio, para comer algo, y ya. La serenidad encarnada (o emplayada ;)). O “Segar Beach”, donde se puede subir una montañita y disfrutar de una vista in-cre-í-bleeee y respirar inmensidad.


 


Nuestra última noche en Kuta Lombok fue una delicia. Habíamos conocido a unos franceses en un taxi compartido (cosas que pasan cuando uno se desplaza de aquí pa allá constantemente), y resulta que terminamos siendo vecinos de homestay. Ellos paraban en “lo de Eric” y nosotros en el “Honey Bee”, separados apenas por algunos metros, cuyos dueños son primos. Así que quedamos en tomar unas cervezas en la “galería” de su cuarto. Entre birras terminamos compartiendo el rato con otra pareja, una francesa y un marroquí, y Yuri, un ruso que hace dos años vive en Indonesia, surfeando y nada más. Charla va y viene, el tiempo pasó y de pronto nos dimos cuenta que iba siendo hora de comer. En ese momento, llegó Eric (el dueño del homestay, evidentemente) con una olla de arroz, un plato lleno de pescado, otro rebosante de verduras y un bowl con piel de búfalo flotando en una salsa que, según afirmaron los carnívoros, estaba muy muuuy picante. Comimos todos con la mano, a lo local, sentados sobre una tarima, charlando en un megamix de idiomas, brindando por el encuentro y disfrutando de la generosa invitación de Eric que, exceptuando el detalle de que tiene un pájaro atado de una patita en una rama y otros varios encerrados,resultó un anfitrión más que amigable, nos invitó a conocer su casa y nos abrió las puertas a su vida.

Es imposible describir, contar, transmitir cada uno de los pasos que vamos dando, cada persona que el camino nos va presentando… pero es lindo intentar hacer un resumen virtual, compartir un pedazo de todo esto, que tan enamorados y encantados nos tiene.

jueves, 18 de junio de 2015

Tierra firme

Luego de algunos días viviendo en alta mar, volvimos a tierra firme. Maravillados y profundamente agradecidos con la vida del mundo bajo el agua, volvimos a pisar quietud, después de unos bellísimos y ondulantes días de convivir en un bote con unas 20 personas.
Estábamos en Gili Air cuando Firman, dueño del home stay donde nos quedábamos, nos ofreció un “tour” a Komodo. La verdad es que no somos fans de apretujarnos con turistas y depender de lo que “hay que ver y visitar”. Preferimos siempre hacer nuestro camino, ir tomando sugerencias, recomendaciones y datos que vamos leyendo y encontrando… Y hasta andar por lugares desconocidos, que no hayamos escuchado nombrar. Pero dado que Firman, con su enorme sonrisa (superlativa en un cuerpo tan pequeñito), nos lo suuuper recomendó, y considerando que unos amigos argentinos nos habían advertido que en las islas de Flores y Komodo no había más alternativas que tomar tours, aceptamos. 

Lui con Firman e Ida 

Creo que ya había comentado que Indonesia está conformada por 17.000 islas. Sí, 17 mil. Literalísimamente. Obviamente muchas de ellas no están habitadas, y sospechamos que ni siquiera exploradas. Ya habiendo estado en Bali y en Lombok (las Gilis son parte de Lombok, luego les contaremos de esa parte del viaje), queríamos conocer Komodo y Flores, que nos habían hablado taaan bien de ellas.
Así fue como nos embarcamos el sábado 13. 7:30 am, post lombok cofi y banana pancake, nos tomamos el taxi que nos llevaría de Kuta Lombok, al sur, a Bangsal, el puerto que está al norte de la isla. Casi tres horas demoramos en llegar. Así son las distancias y los tiempos acá. El taxi que nos llevaba también llevaba a una mujer y una bebita al aeropuerto, a otra chica a la estación de bus, a otra a un hotel… y así hasta que arribamos al bar donde nos juntábamos con los otros integrantes del barquito. Realmente no estábamos muy enterados de cómo sería el bote. Sólo sabíamos que había opción de dormir en camarotes privados o en el deck compartido. Claramente optamos por la más barata, mats en el deck. Mientras esperábamos charlamos con algunos locales, como siempre. Ellos simpatiquísimos, sonrientes, amables como pocos seres hemos conocido y, claro, algunos oportunistas. Carnada fácil, nos ofrecieron un vino de arroz. Que en el barco hace frío, que este vino lo hace mi tía, que es un litro, blablablá. Compramos. Llegó el vino en una botella de agua mineral. Apenas lo olimos. Bien, prometía sabor. Y lo cumplió.

Llegamos al muelle buscando el barco. Bueno, el bote. Uno imagina escalones, una rampita, alguna forma de acceder a bordo. Pues no. Pararse en el borde del muelle y saltar cuando el viento acerque lo suficiente el barquito. De entrada, todos riéndonos, entre sorprendidos y no tanto. Ya nos vamos acostumbrando al indonesian style. Y nos encontramos con el que sería nuestro hogar por los próximos cuatro días. Un espacio libre en cubierta, banco a cada costado, y una escalerita de cuatro pasos para llegar al deck donde nos encontramos con 16 mats en el piso, cada uno con su almohadita y su manta. Pata cabeza, sin espacio entre los colchones, bienvenidos a la vida en comunidad sobre el mar.

Nótese arribita el "cuarto" compartido

El primer día solamente navegamos. Y comimos, claro. Arroz con vegetales y fideos, algo así como el mie goreng que ofrecen en todos los “warung” acá. La comida de todos los días fue básicamente arroz y verduras, pero con una creatividad tal que comimos siempre algo distinto. ¡Y muy rico!Nos habían advertido que ninguno de los de la tripulación hablaría inglés hasta la mañana siguiente, que un nuevo integrante se sumara. Así que si necesitas algo, señas, mímica y que sea lo que sea.


Obviamente el bote tenía un baño. Uno. Que constaba solamente de un inodoro. Un balde con agua de mar y su cacharro para “tirar la cadena”. Debo admitir que durante los cuatro días se mantuvo bastante limpio y en condiciones. Claro que de ducha ni hablar. Y claro que a uds les parecerá evidente, pero por algún extraño motivo, tuve la delirante idea de que tal vez habría alguna ducha en alguna parte, algo de agua dulce. Mas no. De hecho, té y café salían saladitos también.
La primera noche se nos hizo difícil dormir. A casi todos, menos a Lui que roncaba como un campeón, mientras los demás nos íbamos levantando por el movimiento por momentos incontrolable. Toda la noche navegamos. Yo dormía pegada a una ventana, así que cada tanto me asomaba y planeaba la forma de salir con vida (y con Lui, claro) en caso de que nos diéramos vuelta. Y mirando por esa misma ventana me encontré con un manto de estrellas, con una noche ventosa y un cielo sin luna pero tan despejado…

Los dos días que siguieron fueron de mucho snorkeling. Vimos peces y corales de todo tipo y color. Estrellas de mar, anémonas, peces mínimos y otros bastante grandecitos. Los solitarios, los que van de a dos, los que andan en cardumen de acá para allá. Hay tanta vida bajo la superficie del mar…  Todo un universo paralelo, siguiendo sus propios ritmos, su oleaje, sus temperaturas diversas, su movimiento inalterable y constante.
Paramos en las islas Moyo, Satonda y Laba. Caminamos a las cascadas de la primera; en Satonda todos fueron a ver una laguna pero nosotros nos quedamos flotando y observando la vida acuática; y también hicimos un pequeño trekking en Laba, a las 7 de la mañana, después de ver el amanecer tomando un “kopi”. El punto máximo fue cuando en medio del mar, ante la inmensidad azul, Antonio (el único de los guías que hablaba inglés) se paró en la proa del bote y nos avisó que estábamos pasando por el “manta point”, lo cual podía significar que viéramos alguna manta. Obviamente, y esto lo aclaran ellos todo el tiempo, se trata de vida silvestre y salvaje, con lo cual nada está asegurado, y el hecho de que en esa zona suela haber mantas no garantizaba que fuéramos a encontrarnos con alguna, pero de todas maneras, apenas Antonio nos dijo que estábamos en el área, cada uno agarró su máscara de snorkel y nos preparamos para saltar. El bote en movimiento, lento pero andando, vimos pasar una leeeejos, que siguió de largo. Y de pronto “¡Manta manta, jump, jump!”. Antonio arengando para que nos tiráramos del bote. Y así lo hicimos. Uno a uno fuimos cayendo al agua. Increíble la manta. Increíble su tamaño, su color, su forma de moverse… Increíble cómo de pronto levantó su cabeza y nos miró. Habrá sido porque percibió nuestra presencia, y no sabemos si le habrá molestado o no, pero nos miró y abrió la boca. Miedo. Por un segundo todos (lo compartimos luego, ya de vuelta en el bote) tuvimos un poquitín de miedo. Porque de verdad nos miró y subió un poco, ella que iba al ras del suelo. Se mueven con una velocidad increíble. Pero la seguimos, y fueron pasando otras más por el lugar. Realmente es indescriptible lo bello y enigmático que fue ese encuentro, ese momentito de contacto, y de observar a estos seres enormes, preciosos, entre negros y tornasolados, como de terciopelo. Fascinante… La belleza, el respeto, el miedo y la admiración por la naturaleza conviviendo por un instante. Definitivamente una experiencia alucinante.
Esa tarde fuimos a una playa de arena rosa. Y aunque no resultó tan rosa como esperábamos, sí vimos algo de su brillo rosado, y aprovechamos para pasar un par de horas sobre la arena, en tierra firme. Y claro, hicimos snorkeling también. Precioso.

Groso fotógrafo el guía. Parece de piedra pero es muuuy real

El último día nos levantamos a las 6 para llegar tempranito al parque nacional de Komodo. El Parque, que fue creado en 1980 para conservar la especie de los dragones de Komodo, y en 2011 fue declarado como una de las siete maravillas naturales del mundo, está compuesto por las islas de Komodo, Rinca y Padar. Nosotros visitamos las dos primeras. De verdad es muy lindo visitar el Parque porque está en estado natural natural. No es un zoológico, no hay nada adaptado a los seres humanos, sino al contrario, allí somos nosotros los que nos adaptamos a los habitantes del lugar. Y es realmente bellísimo. Nuevamente nos habían advertido que no podían asegurarnos que los veríamos, y de hecho supimos que en los últimos tres días ninguno de los grupos de visitantes había tenido la suerte de cruzarse con alguno de los dragones. Bendecidos como con las mantas, nos encontramos con seis de ellos durante el trekking. El primero que vimos tenía una panza impresionante. Nos explicaron que seguramente habría comido el día anterior, y también nos contaron cómo es que estos reptiles se hacen de alimento. Resulta que los dragones de Komodo (que pueden llegar a medir más de 3 metros y pesar cerca de 100 kilos) tienen una mordida venenosa. Ellos encuentran una presa y la atacan, pero no la comen ni despedazan en el momento, simplemente la muerden y se van. Con esa mordida, dejan en la herida su saliva, que tiene alrededor de 60 bacterias, lo cual hace que la herida se infecte y no cure ni cicatrice, y como consecuencia el animal atacado muere en un plazo de tres días. Momento en el cual el dragón, siguiendo su olfato, encuentra a su presa y la devora. Estos dragones pueden comer hasta un 80% del peso de su cuerpo. Y comen una vez por mes, aproximadamente. Mientras nos cuentan todo esto, observamos cautelosos al dragón que avanza lento, pesado, y para cada tanto a descansar, apoyando su barriga sobre la tierra. Cuando seguimos camino nos encontramos con un dragón chiquito, de unos tres años, según calcula el guía. Todos paramos a verlo andar, entre comentarios de ternura y de pena, porque sabemos que los pequeñines muchas veces están en peligro, ya que los dragones suelen comerse entre ellos. Es por eso que los bebés al nacer suben a un árbol, hace un hueco y apenas se asoman para buscar algo de comer. Allí se quedan hasta cumplir los tres años aproximadamente, edad en que bajan definitivamente y empiezan a reptar por la tierra como sus mayores. Mientras miramos al chiquitito, que se mueve bastante rápido, escuchamos de pronto a uno de los guías advirtiéndonos que nos movamos porque viene a nuestras espaldas una dragona a toda velocidad. Y entonces nos cuentan también que las hembras son mucho más agresivas y peligrosas que los machos. A todo esto, los cuatro guías que nos acompañan llevan en sus manos unos palos largos que en la punta se bifurcan. Con eso alejan a los dragones por el cuello, en caso de que alguno quiera atacar.  En la isla de Rinca vimos algunos dragones también, pero fue más atractiva la diversidad que otra cosa: monos, ciervos, chanchos y hasta un búfalo conviviendo con estos dragones que vaya a saber uno cuándo atacan para comer.

Maravillosa naturaleza, sabia, escalofriante y divina. Las sensaciones se acumulan, se entremezclan, se tropiezan. Y nos sentimos bendecidos e infinitamente agradecidos por tanto. Por este viaje, por estos cuatro días de encuentro íntimo y profundo con la naturaleza, que se nos muestra, que nos invita, y que nos marca sus límites. Fascinante y más que recomendable experiencia. Imperdible paso para quienes anden por aquí en algún momento. 

viernes, 5 de junio de 2015

(casi) todo lo que Bingin es

Bingin es 
sol, 
arena, 
mar, 
descanso,
disfrute,
mar,
comidas ricas,
jugos de frutas, 
mar, 
pies descalzos, 
baño compartido, 
mar, 
surf, 
fotos, 
mar, 
paraíso,
mosquitero que envuelve la cama, 
mar, 
limonadas, 
galletas de avena y miel, 
mar, 
lectura, 
meditación, 
mar, 
risas, 
compartir, 
mar, 
fuego en la playa, 
arak con coca, 
mar, 
amigo español, 
amiga chilena, 
mar, 
flores amarillas, 
ofrendas a los dioses, 
mar, 
bali cofi, 
gatos rondando, 
mar, 
sonrisas, 
agua para el mate, 
mar, 
corales, 
piedras, 
mar, 
escaleras, 
perros andantes, 
mar, 
tea tree para las heridas, 
lluvia copiosa, 
ojos achinados, 
mar...

jueves, 28 de mayo de 2015

Bingin, o una forma del paraíso

Llegamos a Bingin por recomendación de Mat, amigo de Lui que pasó dos meses en Indonesia haciendo base en este lugar, a un hostel en la playa recomendado por Joaco, amigo argentino residente en Sydney que conocimos a través de Guada y Tom, que a su vez los conocimos por medio de Anita y por Mechi, amiga y ex alumna de la mamá de Lui. En fin, el mundo de las relaciones y sus relaciones…
La cuestión es que llegamos a Bingin el miércoles 20. El taxista no estaba muy enterado de dónde quedaba este lugar, pero de alguna forma llegamos, ya que sabíamos que era “near Uluwatu”. Bajamos en el public parking y empezamos a preguntar por Swamis, nuestro hostel. Entre indicaciones varias, con el sol pegando fuerte y las mochilas pesando otro tanto, bajamos los 174 escalones (sí, los contamos) que nos condujeron a destino. Equivalente a la fiaca que suscita en primer lugar la escalera eterna, es lo maravilloso de que no llegue la ruta hasta acá. Bingin es un paraíso. La playa es chiquita, llena de corales, y preciosa. El mar turquesa, bah… azul, celeste, turquesa, verde… toda una gama desplegada entre sus olas.

¿Quiénes habitan Bingin? Básicamente surfers. Algunos locales, y otros muchos extranjeros que vienen a disfrutar de la perfección de estas olas. Porque de verdad son per-fec-tas. Rompen simétricas, ideales para quien sabe hacer uso de esos tubos de agua cristalina.
La marea sube y baja cíclicamente según las horas del día. Cuatro o cinco barcitos son las opciones para desayunar y almorzar, y la cena es a la luz de las velas a la orilla del mar, y temprano. Pesca del día, arroz y verduras. Cerveza Bintang helada siempre como opción, y jugos de fruta fresquísimos.

Vivimos descalzos, más que un año en ojotas, este capítulo se llama un año en patas. Vivimos en pies enarenados. En contacto con el suelo, con la tierra, con el agua… Sin maquillaje, sin planchita, sin abrigos ni máscaras de ningún tipo. El mar se volvió el silencio que no es silencio. Escuchamos de fondo el sonido constante de las olas yendo y viniendo. Todo el tiempo. Desde el cuarto, desde la terraza, desde el baño. Mientras comemos, mientras dormimos, mientras charlamos, mientras leemos. El mar está ahí. Insilenciable y absolutamente presente. A veces ruge con fuerza, y otras se aparta un momento, como dejando la danza en pausa, para luego retomar el vaivén inagotable de su ritmo.  


miércoles, 27 de mayo de 2015

Un poco más de Ubud

Y como Ubud ofrece tantas opciones de masajes, spa y demás propuestas relajantes, decidimos sumarnos y probar un masaje balinés. Recomendable no, lo siguiente (como dirían mis amigas Maki y Almudena). Desde el momento en que pisamos Sang Spa, "Natural Holistic Centre", nos mimaron. Unas pantuflitas, un té de rosellas, música, agua corriendo y sonrisas a montones (aunque esta es en realidad una característica propia de todos los balineses). Elegimos el masaje balinés para ver de qué se trataba, y fue una gran elección. El lugar impecable, muy lindo, una musiquita divina, aceites riquísimos... Nos sentimos muy bienvenidos, muy cuidados y cómodos. Placer imperdible que potencia la delicia de la visita a Ubud.

Después del masaje, y habiendo tomado un rico té de jengibre y comido granadilla, salimos relajadísimos a buscar a Wayan Nuriasih. Algunos tal vez la ubiquen por el libro de Elizabeth Gilbert, Comer, rezar y amar (o tal vez por la peli). Wayan es una mujer sanadora (y la primera hija de su familia, a juzgar por su nombre, claro), que atiende en el Traditional Balinese Healing Center, donde ofrece lecturas corporales, masajes, y tratamientos naturales para cuestiones tanto físicas como emocionales. Llegamos a la puerta y nos encontramos con un cartel apenas visible, muchas plantas y un portón de chapa a medio abrir. Bajé de la moto y Lui se quedó afuera esperando, no estábamos seguros de que fuera el lugar correcto, ni si ella nos recibiría. Entré como si nada, puerta abierta, ella adentro sentada a la mesa con otra chica. Imaginé que iba a encontrarme con alguna secretaria o alguien que me dijera que esperara, dada la popularidad que adquirió después del libro y demás. Pero no. Ahí estaba ella con su sonrisa, sus ojos achinados y su pelo negrísimo y brilloso. Le dije que quería charlar con ella por algunas cuestiones físicas, apenas esbocé algo de mi tiroides, y ella me dio una hoja para que completara con mi nombre y país. Ofreció hacerme una lectura corporal rápida, en base a la cual me diría cuánto podía costarme. Y eso hizo. Me dio un manojo de flores y me hizo sentar en una silla. Lui entró y se sentó también, mientras Wayan terminaba de hacerle una lectura a la chica que estaba ahí sentada, Yasmeen. Nacida en Los Ángeles pero de raíces centroamericanas, cuando nos escuchó hablar se sumó al castellano, encantada. Pasado el tiempo de sostener las flores, Wayan empezó a hacerme la lectura corporal, anotó varias cosas y luego charlamos un rato. El tratamiento que me ofrecía resultó inaccesible para mí en este momento, pero de todas formas fue más que interesante conversar con ella y su frescura, y compartir algunas ideas.

El lunes era nuestro último día, así que alquilamos moto y salimos a visitar las terrazas de arroz, en Tegalalang, a 11 km del centro de Ubud. Bellísimas, verdísimas. Caminamos entre las terrazas, respirando la humedad y el sol que tan bien les hacen.
Hacía mucho calor, así que a la tarde salió paseo y luego pileta en la guest-house. Esa noche fuimos a “Pondok Bamboo Musician” a ver el Shadow Puppet Theater. Había leído sobre este teatro tradicional balinés, que narra las historias y mitos propios de estas tierras, acompañados por una orquesta, aquí llamada gamelan. Resultó ser más cómico y bizarro de lo esperado, realmente creí que nos encontraríamos con una narración épica, dado que lo que se contaba era la historia del dios Rama y el rapto de su esposa Shita, el enfrentamiento del dios con Rahwana, el raptor, y las peripecias propias del caso: un ejército de monos, las profundidades del infierno y Kumbakarna, el hermano que muere por defender su patria. Pero en lugar de eso nos encontramos con sombras que hablaban inglés y mezclaban lo mítico con las reminiscencias de un típico diálogo turista-mototaxi. Conclusión: no fue del todo malo, pero tampoco una experiencia mítica. Musicalmente me encantó, aunque Lui, con justa razón, sigue afirmando que podrían hacer algo mejor.

Paréntesis ñoñesco pero que puede ser interesante y/o útil: El idioma oficial de Indonesia (que está compuesta por 17.000 islas y cientos de dialectos) es el indonesio, bahasa, pero los balineses hablan balinés. Aquí un breve glosario fonético y práctico:
Haló=Hola
Suksumá=gracias (en bahasa sería Trimacasí)
Moalí=de nada
Buka=Abierto
Tutup=Cerrado
Slamatingá=Hasta luego
Pantai=Playa
Lau=Mar
Air=Agua
Gratis=Gratis =)
Y volviendo a los nombres unisex, cuando la persona es mujer lleva como artículo Ni, y si es hombre es I. Ni Wayan, I Wayan, por ejemplo.

Y algunas páginas recomedadas para chusmear y conocer un poco más de Ubud:


El martes a la mañana, post desayuno, nos despedimos de Ubud y partimos a Kuta. Ahí nos quedamos solamente un día, para hacer el trámite de la extensión de la visa (o más bien empezarlo). Resulta que cuando entramos a Indonesia, con la visa “on arrival”, o sea tramitada en el aeropuerto, nos dieron solamente 30 días (como si fuera poco… pero en el contexto de este viaje… bueno, se entiende). Como queremos quedarnos 56 días exactamente, tuvimos que pedir una extensión. Obviamente si uno va a una agencia de turismo y paga el doble, o más, de la que cobran en inmigraciones, sólo hay que acercarse una vez para la foto y ellos se encargan del resto. Pero nosotros preferimos hacerlo por nuestra cuenta, así que resultará que iremos tres veces a la oficina de inmigración. De todas formas es super accesible la ubicación, y está todo perfectamente organizado para que no haya casi espera, así que lo tomamos como paseo y ya.
Kuta no tiene mucho para ver, es muy ciudad. Ruido, caos, motos, muchas motos, y miles de puestitos de ropa, accesorios, comida, etc. Tiene playa, pero apenas pasamos a verla. El día en Kuta fue más bien de descanso, mates y lectura bajo techo.