Luego
de algunos días viviendo en alta mar, volvimos a tierra firme. Maravillados y
profundamente agradecidos con la vida del mundo bajo el agua, volvimos a pisar
quietud, después de unos bellísimos y ondulantes días de convivir en un bote
con unas 20 personas.
Estábamos
en Gili Air cuando Firman, dueño del home
stay donde nos quedábamos, nos ofreció un “tour” a Komodo. La verdad es que
no somos fans de apretujarnos con turistas y depender de lo que “hay que ver y
visitar”. Preferimos siempre hacer nuestro camino, ir tomando sugerencias,
recomendaciones y datos que vamos leyendo y encontrando… Y hasta andar por
lugares desconocidos, que no hayamos escuchado nombrar. Pero dado que Firman,
con su enorme sonrisa (superlativa en un cuerpo tan pequeñito), nos lo suuuper
recomendó, y considerando que unos amigos argentinos nos habían advertido que
en las islas de Flores y Komodo no había más alternativas que tomar tours,
aceptamos.
Lui con Firman e Ida
Creo
que ya había comentado que Indonesia está conformada por 17.000 islas. Sí, 17
mil. Literalísimamente. Obviamente muchas de ellas no están habitadas, y sospechamos
que ni siquiera exploradas. Ya habiendo estado en Bali y en Lombok (las Gilis
son parte de Lombok, luego les contaremos de esa parte del viaje), queríamos
conocer Komodo y Flores, que nos habían hablado taaan bien de ellas.
Así
fue como nos embarcamos el sábado 13. 7:30 am, post lombok cofi y banana
pancake, nos tomamos el taxi que nos llevaría de Kuta Lombok, al sur, a
Bangsal, el puerto que está al norte de la isla. Casi tres horas demoramos en
llegar. Así son las distancias y los tiempos acá. El taxi que nos llevaba
también llevaba a una mujer y una bebita al aeropuerto, a otra chica a la
estación de bus, a otra a un hotel… y así hasta que arribamos al bar donde nos
juntábamos con los otros integrantes del barquito. Realmente no estábamos muy
enterados de cómo sería el bote. Sólo sabíamos que había opción de dormir en
camarotes privados o en el deck compartido. Claramente optamos por la más
barata, mats en el deck. Mientras esperábamos charlamos con algunos locales,
como siempre. Ellos simpatiquísimos, sonrientes, amables como pocos seres hemos
conocido y, claro, algunos oportunistas. Carnada fácil, nos ofrecieron un vino
de arroz. Que en el barco hace frío, que este vino lo hace mi tía, que es un
litro, blablablá. Compramos. Llegó el vino en una botella de agua mineral.
Apenas lo olimos. Bien, prometía sabor. Y lo cumplió.
Llegamos
al muelle buscando el barco. Bueno, el bote. Uno imagina escalones, una
rampita, alguna forma de acceder a bordo. Pues no. Pararse en el borde del
muelle y saltar cuando el viento acerque lo suficiente el barquito. De entrada,
todos riéndonos, entre sorprendidos y no tanto. Ya nos vamos acostumbrando al indonesian style. Y nos encontramos con
el que sería nuestro hogar por los próximos cuatro días. Un espacio libre en
cubierta, banco a cada costado, y una escalerita de cuatro pasos para llegar al
deck donde nos encontramos con 16 mats en el piso, cada uno con su almohadita y
su manta. Pata cabeza, sin espacio entre los colchones, bienvenidos a la vida
en comunidad sobre el mar.
Nótese arribita el "cuarto" compartido
El
primer día solamente navegamos. Y comimos, claro. Arroz con vegetales y fideos,
algo así como el mie goreng que ofrecen en todos los “warung” acá. La comida de todos los días fue básicamente
arroz y verduras, pero con una creatividad tal que comimos siempre algo
distinto. ¡Y muy rico!Nos habían
advertido que ninguno de los de la tripulación hablaría inglés hasta la mañana
siguiente, que un nuevo integrante se sumara. Así que si necesitas algo, señas,
mímica y que sea lo que sea.
Obviamente
el bote tenía un baño. Uno. Que constaba solamente de un inodoro. Un balde con
agua de mar y su cacharro para “tirar la cadena”. Debo admitir que durante los
cuatro días se mantuvo bastante limpio y en condiciones. Claro que de ducha ni
hablar. Y claro que a uds les parecerá evidente, pero por algún extraño motivo,
tuve la delirante idea de que tal vez habría alguna ducha en alguna parte, algo
de agua dulce. Mas no. De hecho, té y café salían saladitos también.
La
primera noche se nos hizo difícil dormir. A casi todos, menos a Lui que roncaba
como un campeón, mientras los demás nos íbamos levantando por el movimiento por
momentos incontrolable. Toda la noche navegamos. Yo dormía pegada a una
ventana, así que cada tanto me asomaba y planeaba la forma de salir con vida (y
con Lui, claro) en caso de que nos diéramos vuelta. Y mirando por esa misma
ventana me encontré con un manto de estrellas, con una noche ventosa y un cielo
sin luna pero tan despejado…
Los
dos días que siguieron fueron de mucho snorkeling. Vimos peces y corales de
todo tipo y color. Estrellas de mar, anémonas, peces mínimos y otros bastante
grandecitos. Los solitarios, los que van de a dos, los que andan en cardumen de
acá para allá. Hay tanta vida bajo la superficie del mar… Todo un universo paralelo, siguiendo sus
propios ritmos, su oleaje, sus temperaturas diversas, su movimiento inalterable
y constante.
Paramos
en las islas Moyo, Satonda y Laba. Caminamos a las cascadas de la primera; en
Satonda todos fueron a ver una laguna pero nosotros nos quedamos flotando y
observando la vida acuática; y también hicimos un pequeño trekking en Laba, a
las 7 de la mañana, después de ver el amanecer tomando un “kopi”. El punto
máximo fue cuando en medio del mar, ante la inmensidad azul, Antonio (el único
de los guías que hablaba inglés) se paró en la proa del bote y nos avisó que
estábamos pasando por el “manta point”, lo cual podía significar que viéramos
alguna manta. Obviamente, y esto lo aclaran ellos todo el tiempo, se trata de
vida silvestre y salvaje, con lo cual nada está asegurado, y el hecho de que en
esa zona suela haber mantas no garantizaba que fuéramos a encontrarnos con
alguna, pero de todas maneras, apenas Antonio nos dijo que estábamos en el
área, cada uno agarró su máscara de snorkel y nos preparamos para saltar. El
bote en movimiento, lento pero andando, vimos pasar una leeeejos, que siguió de
largo. Y de pronto “¡Manta manta, jump, jump!”. Antonio arengando para que nos
tiráramos del bote. Y así lo hicimos. Uno a uno fuimos cayendo al agua.
Increíble la manta. Increíble su tamaño, su color, su forma de moverse…
Increíble cómo de pronto levantó su cabeza y nos miró. Habrá sido porque
percibió nuestra presencia, y no sabemos si le habrá molestado o no, pero nos
miró y abrió la boca. Miedo. Por un segundo todos (lo compartimos luego, ya de
vuelta en el bote) tuvimos un poquitín de miedo. Porque de verdad nos miró y
subió un poco, ella que iba al ras del suelo. Se mueven con una velocidad
increíble. Pero la seguimos, y fueron pasando otras más por el lugar. Realmente
es indescriptible lo bello y enigmático que fue ese encuentro, ese momentito de
contacto, y de observar a estos seres enormes, preciosos, entre negros y
tornasolados, como de terciopelo. Fascinante… La belleza, el respeto, el miedo y
la admiración por la naturaleza conviviendo por un instante. Definitivamente
una experiencia alucinante.
Esa
tarde fuimos a una playa de arena rosa. Y aunque no resultó tan rosa como
esperábamos, sí vimos algo de su brillo rosado, y aprovechamos para pasar un
par de horas sobre la arena, en tierra firme. Y claro, hicimos snorkeling
también. Precioso.
Groso fotógrafo el guía. Parece de piedra pero es muuuy real
El
último día nos levantamos a las 6 para llegar tempranito al parque nacional de
Komodo. El Parque, que fue creado en 1980 para conservar la especie de los
dragones de Komodo, y en 2011 fue declarado como una de las siete maravillas naturales
del mundo, está compuesto por las islas de Komodo, Rinca y Padar. Nosotros
visitamos las dos primeras. De verdad es muy lindo visitar el Parque porque
está en estado natural natural. No es un zoológico, no hay nada adaptado a los
seres humanos, sino al contrario, allí somos nosotros los que nos adaptamos a
los habitantes del lugar. Y es realmente bellísimo. Nuevamente nos habían
advertido que no podían asegurarnos que los veríamos, y de hecho supimos que en
los últimos tres días ninguno de los grupos de visitantes había tenido la
suerte de cruzarse con alguno de los dragones. Bendecidos como con las mantas,
nos encontramos con seis de ellos durante el trekking. El primero que vimos
tenía una panza impresionante. Nos explicaron que seguramente habría comido el
día anterior, y también nos contaron cómo es que estos reptiles se hacen de
alimento. Resulta que los dragones de Komodo (que pueden llegar a medir más de 3
metros y pesar cerca de 100 kilos) tienen una mordida venenosa. Ellos
encuentran una presa y la atacan, pero no la comen ni despedazan en el momento,
simplemente la muerden y se van. Con esa mordida, dejan en la herida su saliva,
que tiene alrededor de 60 bacterias, lo cual hace que la herida se infecte y no
cure ni cicatrice, y como consecuencia el animal atacado muere en un plazo de tres
días. Momento en el cual el dragón, siguiendo su olfato, encuentra a su presa y
la devora. Estos dragones pueden comer hasta un 80% del peso de su cuerpo. Y
comen una vez por mes, aproximadamente. Mientras nos cuentan todo esto,
observamos cautelosos al dragón que avanza lento, pesado, y para cada tanto a
descansar, apoyando su barriga sobre la tierra. Cuando seguimos camino nos
encontramos con un dragón chiquito, de unos tres años, según calcula el guía.
Todos paramos a verlo andar, entre comentarios de ternura y de pena, porque
sabemos que los pequeñines muchas veces están en peligro, ya que los dragones
suelen comerse entre ellos. Es por eso que los bebés al nacer suben a un árbol,
hace un hueco y apenas se asoman para buscar algo de comer. Allí se quedan
hasta cumplir los tres años aproximadamente, edad en que bajan definitivamente
y empiezan a reptar por la tierra como sus mayores. Mientras miramos al
chiquitito, que se mueve bastante rápido, escuchamos de pronto a uno de los
guías advirtiéndonos que nos movamos porque viene a nuestras espaldas una
dragona a toda velocidad. Y entonces nos cuentan también que las hembras son
mucho más agresivas y peligrosas que los machos. A todo esto, los cuatro guías
que nos acompañan llevan en sus manos unos palos largos que en la punta se
bifurcan. Con eso alejan a los dragones por el cuello, en caso de que alguno
quiera atacar. En la isla de Rinca vimos
algunos dragones también, pero fue más atractiva la diversidad que otra cosa:
monos, ciervos, chanchos y hasta un búfalo conviviendo con estos dragones que
vaya a saber uno cuándo atacan para comer.
Maravillosa
naturaleza, sabia, escalofriante y divina. Las sensaciones se acumulan, se
entremezclan, se tropiezan. Y nos sentimos bendecidos e infinitamente
agradecidos por tanto. Por este viaje, por estos cuatro días de encuentro íntimo
y profundo con la naturaleza, que se nos muestra, que nos invita, y que nos
marca sus límites. Fascinante y más que recomendable experiencia. Imperdible
paso para quienes anden por aquí en algún momento.